Gracias al ultraligero del tiempo creado por él mismo a comienzos del siglo XXII, pudo viajar al pasado, al polvoriento despacho en que su tatarantecesor en el cargo había creado algunos sabios inventos. Sobre la mesa de roble encontró unas gafas oxidadas, enteras, aunque con uno de sus cristales rajado; se las acomodó sobre el puente de la nariz y descubrió que en ellas podía verse el futuro; a través de sus lentes se vio a sí mismo en el despacho polvoriento de su tatarantecesor, observando mediante las gafas su propia imagen en el despacho polvoriento de su tatarantecesor, con unas gafas puestas en las que podía verse a sí mismo viéndose a sí mismo, perpetuo, fractal, en aquel despacho cubierto de gris. Quiso centrar su atención en la grieta del cristal, pero, tan estrecha era, que no hubo modo de descubrir lo que escondía el pasaje entre sus filamentos. Solo por el enigma de esa ranura se escapaba la esperanza de abandonar su espejo infinito.