Una
mañana te levantas, vas al baño y te encuentras la sombra de un
rinoceronte a los pies del lavabo. El rinoceronte no está, pero ahí
tendida está su sombra. Supones que el animal ha pasado por allí y
se la ha dejado por descuido. Te preguntas si volverá a buscarla.
Preparas un poco de té para recibirlo. Lo esperas mientras la
infusión se enfría hora tras hora. No te atreves a salir por si el
rinoceronte aparece mientras estás fuera. Empieza a nevar; la nieve
atraviesa la ventana y va cubriendo el suelo de tu casa. La nieve
alfombra. La nieve borra la sombra del rinoceronte. Cuando vuelves el
rostro, a los pies del lavabo ves las huellas del rinoceronte. Solo
las huellas.
La niebla llegó puntualmente en el mismo momento en que el corazón de su madre se detenía dentro de la carcasa de su cuerpo. Doce años después, la niebla seguía interponiéndose entre la realidad y él. A veces parecía que podía atravesarla, pero al estirar la voz hacia los objetos, siempre se topaba con palabras confusas, envueltas en niebla. La culpa mostraba su rostro de niebla. La memoria se diluía impregnada entre dedos de niebla. En la boca, siempre un inconfundible sabor a niebla. El relato de su vida era un amargo y borroso camino atravesado por la niebla. Miró los muebles del salón, maltrechos, anticuados; garabatos viejos y apolillados. La Soledad ocupó el pequeño almario que era su cuerpo. Se acomodó entre los límites que le imponía su piel. Lo obligó a arrodillarse. Y de rodillas siguió avanzando a duras penas con sus pies hechos de niebla.
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