Se
subía a la mecedora para viajar en el tiempo. Había que tener
cuidado para no darse de bruces con la muerte, porque los años
avanzaban muy rápido cuando uno se inclinaba hacia delante. Hacia
atrás se podía recuperar la infancia, el verano, las bicicletas. De
regreso, uno se miraba las manos como un espejo arrugado. La vejez
estaba en el ángulo ciento sesenta. Pero la espalda siempre hacía
por volver a otros días, y era tentador ir más allá, cada vez un
poquito más allá del primer recuerdo. El juego era arriesgar en
cada impulso, sabiendo que el precio de la infancia era darse luego
de bruces con la muerte.
La niebla llegó puntualmente en el mismo momento en que el corazón de su madre se detenía dentro de la carcasa de su cuerpo. Doce años después, la niebla seguía interponiéndose entre la realidad y él. A veces parecía que podía atravesarla, pero al estirar la voz hacia los objetos, siempre se topaba con palabras confusas, envueltas en niebla. La culpa mostraba su rostro de niebla. La memoria se diluía impregnada entre dedos de niebla. En la boca, siempre un inconfundible sabor a niebla. El relato de su vida era un amargo y borroso camino atravesado por la niebla. Miró los muebles del salón, maltrechos, anticuados; garabatos viejos y apolillados. La Soledad ocupó el pequeño almario que era su cuerpo. Se acomodó entre los límites que le imponía su piel. Lo obligó a arrodillarse. Y de rodillas siguió avanzando a duras penas con sus pies hechos de niebla.
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