Primero extrajo un
conejo, luego dos palomas y un serpentín. Después un ventilador,
seis paraguas, un cazamariposas verde, el armario ropero de Lady
Wintermer, tres castillos franceses, la cordillera de los Alpes con
un grupo de excursionistas moldavos y cuatro archipiélagos del
océano Índico. Sin embargo, lo que verdaderamente nos dejó sin
palabras fue el momento en que se sacó a sí mismo y a todos
nosotros del fondo de su chistera.
La niebla llegó puntualmente en el mismo momento en que el corazón de su madre se detenía dentro de la carcasa de su cuerpo. Doce años después, la niebla seguía interponiéndose entre la realidad y él. A veces parecía que podía atravesarla, pero al estirar la voz hacia los objetos, siempre se topaba con palabras confusas, envueltas en niebla. La culpa mostraba su rostro de niebla. La memoria se diluía impregnada entre dedos de niebla. En la boca, siempre un inconfundible sabor a niebla. El relato de su vida era un amargo y borroso camino atravesado por la niebla. Miró los muebles del salón, maltrechos, anticuados; garabatos viejos y apolillados. La Soledad ocupó el pequeño almario que era su cuerpo. Se acomodó entre los límites que le imponía su piel. Lo obligó a arrodillarse. Y de rodillas siguió avanzando a duras penas con sus pies hechos de niebla.
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