Gracias
al ultraligero del tiempo creado por él mismo a comienzos del siglo
XXII, pudo viajar al pasado, al polvoriento despacho en que su
tatarantecesor en el cargo había creado algunos sabios inventos.
Sobre la mesa de roble encontró unas gafas oxidadas, enteras, aunque
con uno de sus cristales rajado; se las acomodó sobre el puente de
la nariz y descubrió que en ellas podía verse el futuro; a través
de sus lentes se vio a sí mismo en el despacho polvoriento de su
tatarantecesor, observando mediante las gafas su propia imagen en el
despacho polvoriento de su tatarantecesor, con unas gafas puestas en
las que podía verse a sí mismo viéndose a sí mismo, perpetuo,
fractal, en aquel despacho cubierto de gris. Quiso centrar su
atención en la grieta del cristal, pero, tan estrecha era, que no
hubo modo de descubrir lo que escondía el pasaje entre sus
filamentos. Solo por el enigma de esa ranura se escapaba la esperanza
de abandonar su espejo infinito.
La niebla llegó puntualmente en el mismo momento en que el corazón de su madre se detenía dentro de la carcasa de su cuerpo. Doce años después, la niebla seguía interponiéndose entre la realidad y él. A veces parecía que podía atravesarla, pero al estirar la voz hacia los objetos, siempre se topaba con palabras confusas, envueltas en niebla. La culpa mostraba su rostro de niebla. La memoria se diluía impregnada entre dedos de niebla. En la boca, siempre un inconfundible sabor a niebla. El relato de su vida era un amargo y borroso camino atravesado por la niebla. Miró los muebles del salón, maltrechos, anticuados; garabatos viejos y apolillados. La Soledad ocupó el pequeño almario que era su cuerpo. Se acomodó entre los límites que le imponía su piel. Lo obligó a arrodillarse. Y de rodillas siguió avanzando a duras penas con sus pies hechos de niebla.
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