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Viaje en el tiempo




Gracias al ultraligero del tiempo creado por él mismo a comienzos del siglo XXII, pudo viajar al pasado, al polvoriento despacho en que su tatarantecesor en el cargo había creado algunos sabios inventos. Sobre la mesa de roble encontró unas gafas oxidadas, enteras, aunque con uno de sus cristales rajado; se las acomodó sobre el puente de la nariz y descubrió que en ellas podía verse el futuro; a través de sus lentes se vio a sí mismo en el despacho polvoriento de su tatarantecesor, observando mediante las gafas su propia imagen en el despacho polvoriento de su tatarantecesor, con unas gafas puestas en las que podía verse a sí mismo viéndose a sí mismo, perpetuo, fractal, en aquel despacho cubierto de gris. Quiso centrar su atención en la grieta del cristal, pero, tan estrecha era, que no hubo modo de descubrir lo que escondía el pasaje entre sus filamentos. Solo por el enigma de esa ranura se escapaba la esperanza de abandonar su espejo infinito.

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Niebla

  La niebla llegó puntualmente en el mismo momento en que el corazón de su madre se detenía dentro de la carcasa de su cuerpo. Doce años después, la niebla seguía interponiéndose entre la realidad y él. A veces parecía que podía atravesarla, pero al estirar la voz hacia los objetos, siempre se topaba con palabras confusas, envueltas en niebla. La culpa mostraba su rostro de niebla. La memoria se diluía impregnada entre dedos de niebla. En la boca, siempre un inconfundible sabor a niebla. El relato de su vida era un amargo y borroso camino atravesado por la niebla. Miró los muebles del salón, maltrechos, anticuados; garabatos viejos y apolillados. La Soledad ocupó el pequeño almario que era su cuerpo. Se acomodó entre los límites que le imponía su piel. Lo obligó a arrodillarse. Y de rodillas siguió avanzando a duras penas con sus pies hechos de niebla.

Ausencia

Una mañana te levantas, vas al baño y te encuentras la sombra de un rinoceronte a los pies del lavabo. El rinoceronte no está, pero ahí tendida está su sombra. Supones que el animal ha pasado por allí y se la ha dejado por descuido. Te preguntas si volverá a buscarla. Preparas un poco de té para recibirlo. Lo esperas mientras la infusión se enfría hora tras hora. No te atreves a salir por si el rinoceronte aparece mientras estás fuera. Empieza a nevar; la nieve atraviesa la ventana y va cubriendo el suelo de tu casa. La nieve alfombra. La nieve borra la sombra del rinoceronte. Cuando vuelves el rostro, a los pies del lavabo ves las huellas del rinoceronte. Solo las huellas.

Estrella

Sales a la calle y encuentras sobre el felpudo una estrella descarriada. Te pide que por favor la ayudes a volver a su lugar en la galaxia. Es tan pequeña que ni las enanas blancas notan su ausencia. Solicitas cortésmente que deje de gimotear como una doncella abandonada. La estrella se acomoda en el asiento del copiloto y juntos acudís al observatorio, donde un ilustre astrónomo os ofrece un buen telescopio. El sheriff os presta su rifle. Bajo el cielo nocturno del valle oscuro de invierno, localizas las coordenadas, calculas la ascensión recta y, con el cañón dentro del telescopio, disparas, lanzando a tu estrella de vuelta a casa. A lo lejos ella parpadea en un último guiño cómplice.