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Ciudad detenida

El viajero llega a una ciudad. Él ha caminado hasta alcanzar la ciudad quieta. Es la inmovilidad del lugar la que detiene sus pies, como si hasta ahora se hubiera deslizado por una cinta rodante que de pronto se parase. Como nadie en la ciudad recuerda cuándo esta se detuvo exactamente, cada uno vive la ciudad inmerso en un tiempo diferente. Hay quien se encuentra en un mercado medieval rodeado por murallas y jubones y quien se levanta al amanecer para cazar mamuts. Algunas damas distinguidas son princesas de la Rusia zarista mientras que otras de igual distinción visten túnicas romanas y hablan en latín. Los obreros de las fábricas se mezclan en las tabernas con juglares y enciclopedistas. Todos los tiempos posibles andan entremezclándose en la vigilia y el sueño de sus habitantes. Tejen un entramado temporal imposible y real. Todo porque la ciudad se detuvo y no supieron de qué lado del tiempo se había quedado cada uno. Lo curioso es, sin embargo, que todos conviven con extrema naturalidad; salvo en pequeños momentos sin importancia, tales como el uso de distintas monedas o la hilaridad para ciertos grupos de habitantes de las modas de todos los demás, la red de tiempos superpuestos funciona como un mecanismo de precisión, como si, después de todo, ninguna etapa de la Historia humana fuese muy distinta a todas las demás.

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Niebla

  La niebla llegó puntualmente en el mismo momento en que el corazón de su madre se detenía dentro de la carcasa de su cuerpo. Doce años después, la niebla seguía interponiéndose entre la realidad y él. A veces parecía que podía atravesarla, pero al estirar la voz hacia los objetos, siempre se topaba con palabras confusas, envueltas en niebla. La culpa mostraba su rostro de niebla. La memoria se diluía impregnada entre dedos de niebla. En la boca, siempre un inconfundible sabor a niebla. El relato de su vida era un amargo y borroso camino atravesado por la niebla. Miró los muebles del salón, maltrechos, anticuados; garabatos viejos y apolillados. La Soledad ocupó el pequeño almario que era su cuerpo. Se acomodó entre los límites que le imponía su piel. Lo obligó a arrodillarse. Y de rodillas siguió avanzando a duras penas con sus pies hechos de niebla.

Ausencia

Una mañana te levantas, vas al baño y te encuentras la sombra de un rinoceronte a los pies del lavabo. El rinoceronte no está, pero ahí tendida está su sombra. Supones que el animal ha pasado por allí y se la ha dejado por descuido. Te preguntas si volverá a buscarla. Preparas un poco de té para recibirlo. Lo esperas mientras la infusión se enfría hora tras hora. No te atreves a salir por si el rinoceronte aparece mientras estás fuera. Empieza a nevar; la nieve atraviesa la ventana y va cubriendo el suelo de tu casa. La nieve alfombra. La nieve borra la sombra del rinoceronte. Cuando vuelves el rostro, a los pies del lavabo ves las huellas del rinoceronte. Solo las huellas.

Estrella

Sales a la calle y encuentras sobre el felpudo una estrella descarriada. Te pide que por favor la ayudes a volver a su lugar en la galaxia. Es tan pequeña que ni las enanas blancas notan su ausencia. Solicitas cortésmente que deje de gimotear como una doncella abandonada. La estrella se acomoda en el asiento del copiloto y juntos acudís al observatorio, donde un ilustre astrónomo os ofrece un buen telescopio. El sheriff os presta su rifle. Bajo el cielo nocturno del valle oscuro de invierno, localizas las coordenadas, calculas la ascensión recta y, con el cañón dentro del telescopio, disparas, lanzando a tu estrella de vuelta a casa. A lo lejos ella parpadea en un último guiño cómplice.