Si no olvidábamos, sembrábamos veleros. Olvidar nos llevaba mucho tiempo, de modo que la flota de veleros era más bien escasa. Tampoco importaba demasiado, pues solo de cuando en cuando el viento soplaba con suficiente fuerza como para que los veleros se deslizaran, acariciando el suelo, desde nuestro huerto hasta el mar nuestro. Y mientras, venga a olvidar. No había sesiones de olvido organizadas, no; cada cual olvidaba como y donde le placía, aunque muchos escogían la sombra tumbada de las higueras o el resquicio oculto bajo las tejas, en lo alto de la alquería. La mayoría cerraba los ojos para mejor olvidar. Mi lugar favorito, en cambio, era la cresta metálica del gallo; de puntillas sobre la veleta y con los ojos bien abiertos, extendía mi mirada sobre el huerto y el prado a nuestros pies. Observaba los higos hinchándose, el discurso del regato, las rocas abrazadas, los veleros posados sobre la tierra oscura del huerto, desanclados ya de sus raíces, dispuestos y esperando a que el viento los llevara. Cuanto más abarcaban mis ojos, cuanto más saciaba mi mirada, más fácil me era olvidar, pues el recuerdo intangible se marchaba (sin necesidad de brisa, sin hacer ruido), cediendo su lugar a una piedra, un fruto o un barco expectante.
De pronto, bajo la piel tensa de los dedos o el abdomen (a veces me tumbaba para olvidar), percibía un temblor, la ligera sacudida del viento acercándose, el gesto de mi veleta desperezándose. Sabía entonces, con la certeza del cielo y del rayo, que allí en mi alta soledad estaba a punto de presenciar el más bello y delicado espectáculo, la acompasada partida de los veleros sobre la tierra en busca del mar. Todos mis recuerdos partían con ellos, mi memoria se vaciaba con su imagen y con el viento y podía -ahora sí- volver a empezar. Desde lo alto del tejado, era el momento de echar a volar.
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