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Niebla

  La niebla llegó puntualmente en el mismo momento en que el corazón de su madre se detenía dentro de la carcasa de su cuerpo. Doce años después, la niebla seguía interponiéndose entre la realidad y él. A veces parecía que podía atravesarla, pero al estirar la voz hacia los objetos, siempre se topaba con palabras confusas, envueltas en niebla. La culpa mostraba su rostro de niebla. La memoria se diluía impregnada entre dedos de niebla. En la boca, siempre un inconfundible sabor a niebla. El relato de su vida era un amargo y borroso camino atravesado por la niebla. Miró los muebles del salón, maltrechos, anticuados; garabatos viejos y apolillados. La Soledad ocupó el pequeño almario que era su cuerpo. Se acomodó entre los límites que le imponía su piel. Lo obligó a arrodillarse. Y de rodillas siguió avanzando a duras penas con sus pies hechos de niebla.

Otra vez

  Los barrotes de la cuna, al contacto con sus raquíticos dedos, resultan fríos. Se ha despertado de nuevo en mitad de la noche, agitado, inquieto. Terrores nocturnos llenos de golpes. Opresiva oscuridad. La entrepierna mojada una vez más. Por supuesto, dificultad para sostenerse en pie. Y apenas es capaz de hablar. Lo suficiente para un desesperado y berreante mamá, mamá. Pero mamá tarda. Él sacude los barrotes con toda su fuerza, raquítica también. Por qué están tan fríos. La memoria, vacía; solo la pesadilla rebota contra las paredes blandas de su mente. Presta atención: alguien respira dormido muy cerca; suelas avanzando por el pasillo. Mamá, mamá. Una voz gruesa se acerca detrás de un redondo haz de luz. De pronto, la voz y la luz le ciegan con estruendo la mirada: Tú, mamarracho, ¿quieres volver a la celda de castigo? Los barrotes, fríos.

Fábula barlovento

 Si no olvidábamos, sembrábamos veleros. Olvidar nos llevaba mucho tiempo, de modo que la flota de veleros era más bien escasa. Tampoco importaba demasiado, pues solo de cuando en cuando el viento soplaba con suficiente fuerza como para que los veleros se deslizaran, acariciando el suelo, desde nuestro huerto hasta el mar nuestro. Y mientras, venga a olvidar. No había sesiones de olvido organizadas, no; cada cual olvidaba como y donde le placía, aunque muchos escogían la sombra tumbada de las higueras o el resquicio oculto bajo las tejas, en lo alto de la alquería. La mayoría cerraba los ojos para mejor olvidar. Mi lugar favorito, en cambio, era la cresta metálica del gallo; de puntillas sobre la veleta y con los ojos bien abiertos, extendía mi mirada sobre el huerto y el prado a nuestros pies. Observaba los higos hinchándose, el discurso del regato, las rocas abrazadas, los veleros posados sobre la tierra oscura del huerto, desanclados ya de sus raíces, dispuestos y esperando a qu...