Si no olvidábamos, sembrábamos veleros. Olvidar nos llevaba mucho tiempo, de modo que la flota de veleros era más bien escasa. Tampoco importaba demasiado, pues solo de cuando en cuando el viento soplaba con suficiente fuerza como para que los veleros se deslizaran, acariciando el suelo, desde nuestro huerto hasta el mar nuestro. Y mientras, venga a olvidar. No había sesiones de olvido organizadas, no; cada cual olvidaba como y donde le placía, aunque muchos escogían la sombra tumbada de las higueras o el resquicio oculto bajo las tejas, en lo alto de la alquería. La mayoría cerraba los ojos para mejor olvidar. Mi lugar favorito, en cambio, era la cresta metálica del gallo; de puntillas sobre la veleta y con los ojos bien abiertos, extendía mi mirada sobre el huerto y el prado a nuestros pies. Observaba los higos hinchándose, el discurso del regato, las rocas abrazadas, los veleros posados sobre la tierra oscura del huerto, desanclados ya de sus raíces, dispuestos y esperando a qu...
microtextos de Elisa Ramírez Guerra